En un mundo cada vez más consciente de la crisis ambiental que enfrentamos, se hace evidente que aquellos con poder económico siguen imponiendo sus intereses sobre el bienestar del planeta, es decir sobre el bienestar de todas las personas. La idea de que "el que tiene plata hace lo que quiere" se ha convertido en un mantra para describir cómo las decisiones ambientales suelen estar influenciadas más por intereses económicos que por la sostenibilidad y la justicia ambiental.
Por un lado, personas adineradas capaces de enfrentar una simple sanción económica, tienen la capacidad de explotar recursos naturales sin tener que rendir cuentas. Por el otro, profesionales como arquitectos, maestros mayores de obra, agrimensores y especialistas en temas ambientales, negligentes o mal informados, encargados en primera instancia de cumplir y hacer cumplir la norma, no lo hacen.
En este último punto ¿podríamos considerar mala praxis profesional? Entendemos que una mala praxis profesional ocurre cuando un experto con estudios en niveles superiores, ya sea médico, abogado o de otra área, actúa con negligencia, falta de ética, o incompetencia, causando daños irreparables a sus clientes, pacientes o en este caso al ambiente. En el ámbito de la salud, por ejemplo, esto puede manifestarse en diagnósticos
incorrectos, cirugías innecesarias o tratamientos inadecuados, poniendo en riesgo la vida y el bienestar de las personas. Este tipo de conducta no solo afecta a las víctimas directas, sino que también socava la confianza pública en las profesiones y los sistemas encargados de garantizar la seguridad y el bienestar de la sociedad. Es fundamental que haya mecanismos de control y rendición de cuentas para prevenir estos errores y garantizar que aquellos profesionales que cometen mala praxis enfrenten las consecuencias adecuadas.
El impacto de esta dinámica es innegable y siempre termina en el mismo punto, afectando desproporcionadamente a las comunidades más vulnerables. Los costos sociales y ecológicos son pagados por aquellos que no tienen ni voz ni voto en las decisiones que los afectan, mientras que los beneficios se acumulan en manos de unos pocos.
La pregunta que queda es ¿cuánto tiempo más permitirá la sociedad que el dinero dicte las políticas ambientales? La crisis climática y ecológica demanda una reevaluación urgente de nuestros valores y prioridades. Es necesario un cambio profundo donde el bienestar colectivo y la preservación del planeta prevalezcan sobre los intereses económicos de unos pocos. Nuestros gobernantes deben exigir el cumplimiento de las
normas sin importar el tamaño de la billetera, terminar con legislaciones tan flexibles, profesionales irresponsables y actuar a tiempo y de manera determinada sobre aquellos infractores.