La gastronomía es por excelencia y desde siempre una vocación de servicio, si bien con el paso de los años se perfeccionó de tal manera que hoy se transformó en una carrera universitaria, la cual, si se me permite el consejo, es mejor que no la sigas si no tenés verdadera de vocación.

Es un mundo que conlleva un sinnúmero de sacrificios. Fundamentalmente, el no estar en momentos importantes familiares y vivir con el horario cambiado al del resto de los mortales. Una contradicción de relojes que es algo habitual para el mundo gastronómico.

Pero también en cierto que esta actividad -que genera tantos adeptos dispuestos a abrazarla- tiene gratificaciones que el dinero de la propina no puede pagar. Como el reconocimiento de un trabajo bien hecho al mozo de una fiesta, al que se lo encuentra un tiempo después y se le dice: “vos me atendiste en el cumpleaños de 15 de mi hija! Estuvo todo de diez! Impecable!”.

Como así también lo que ocurre en todos los restaurantes que existen en la región de Salto Grande, donde cada persona que pasa por la puerta de acceso es atendida con el mismo respeto y la misma vocación de servicio, independientemente del precio de lo que luego ese cliente vaya a elegir de la carta. Una actitud que es apreciable tanto en el mozo que la recibe, pero también hasta en el más aprendiz de la cocina.

En mi caso particular, mi padre Ignacio Lapiduz fue el que me transmitió -con su ejemplo y acciones cotidianas- esta pasión que él protege por ya más de medio siglo. Es a él al que solo tengo para dedicarle las gracias infinitas.

En este 2 de agosto, día en qué se celebra el Día del Trabajador Gastronómico, saludo absolutamente a todas aquellas personas que tienen una tarea enmarcada en esta actividad. No lo hago tanto como circunstancial Presidente de la Asociación Hotelera y Gastronómica de Concordia y la Región, sino fundamentalmente como un gastronómico más de pura sangre.